Vuelo

Thu, Jun 20, 2024

Cuentos

Un hormigón dorado volaba a ras de suelo bajo las sombras de los árboles y de las rocas gigantes de la quebrada. En ese oculto lugar de la montaña, alejado de los vientos, carente de huellas y repleto de verdes profundos vivía este alado en su hormiguero. Sobre ese suelo tranquilo y tapado de hojas, aparecían además de las hormigas, unas criaturas muy peculiares y conocidas por los bichos como Semiseres. Les llamaban así porque a veces y a diferencia de todxs lxs demás seres, podían súbitamente dejar de existir durante periodos indeterminados. Los hormigones hablaban con estos semiseres que aunque de tamaños variados, eran más pequeños que las hormigas obreras que se sentían tranquilas y motivadas cada vez que estos visitantes aparecían para verles trabajar.

El alado quería hacer otras cosas, quería disfrutar de sus alas para volar por la sierra y verla desde lo alto, observar sus cambios, conocer otros bichos y ayudar en las asambleas, pero nada de eso estaba permitido, sólo trabajar y nada más que trabajar: “si no trabajamos moriremos” repetían las hormigas, y sobre esa idea seguían su marcha laboral sin parar un segundo de hacer cosas. Cada vez que el alado volvía a la colonia, era recibido por un montón de obreras exigiéndole tareas de exploración o protección, a veces incluso recibía la orden molecular, para levantar cosas pesadas y así liberarles de trabajo extra. El hormigón no podía hacer nada ante esas moléculas, cuando recibía una su cuerpo simplemente obedecía.

Esta colonia en particular no participaba mucho de las asambleas de bichos que acontecían en la sierra, parecía que la vigilia de los semiseres les provocaba trabajar todavía más y sin descanso para así poder llamar la atención de estas extrañas criaturas. El alado dudaba de las intenciones de los semiseres, les había visto algunas veces, pero en el momento en que intentaba hablarles dejaban de existir, las obreras se enfurecían cuando eso pasaba, le ordenaban al alado que no se acercara a los semiseres para que pudiesen seguir existiendo.

Se le ocurrió un día usar sus alas para alejarse de la colonia, el alado, cansado de tantas órdenes y aprovechamientos, quería lograr desaparecer de la vista del resto, era la única idea que tenía para lidiar con su agotamiento que crecía con cada jornada laboral realizada. Así que una mañana, se escapó del hormiguero muy temprano para así evitar recibir órdenes de las obreras. No pasaron muchos metros desde su escape cuando de pronto a lo lejos, hacia el horizonte montañoso, aparece un semiser que lo observaba fijamente. El hormigón, sorprendido, agita sus alas hasta dejarlas sin un átomo de polvo y se prepara. La criatura comienza a menear su cuerpo como si careciera de articulaciones, moviéndose en todas direcciones con un vaivén de carácter oceánico, semejante danza no podía no llamar la atención del hormigón, que comienza a acelerar en su dirección poco a poco hasta llegar a su máxima velocidad conocida. El pequeño semiser, intensificando aún más su baile, extiende una de sus extremidades para tomar una pata del hormigón alado y en ese mismo instante, con una precisión de mil colores sale a volar disparado e impulsado por la velocidad del bicho conectado a su cuerpo, y por el impulso de tal despegue se van apareciendo y desapareciendo a través del aire entre cientos de posibilidades. El alado comienza a experimentar una aceleración que no creía posible lograr nunca, los colores chisporroteaban a su alrededor hirviendo como si fueran líquidos. En ese momento la semiser que se mantenía aferrada a una de las patas traseras logra avanzar con mucho esfuerzo a una pata delantera, y ahí en esa extremidad se fija solidificando parte de su cuerpo al del hormigón para así evitar soltarse por accidente. El alado no sabía si la velocidad a la que iba era suya o de su compañía, pero las visiones que la hormiga comenzaba a captar la dejaban sin habla, siendo sólo capaz de sentir su cuerpo azorado por la altura.

El hormigón estaba viviendo un vuelo tan intenso, que no se había dado cuenta de la cantidad de kilómetros que había viajado ni de años que habían pasado, la colonia ahora formará parte de aquello que ya existió y su bosque de lugares muy lejanos y erosionados. En este momento ya no había hoja que levantar, en este instante las hojas apenas se veían, eran más bien un montón de materia verde asomándose en la lejanía, con cada aleteo el verde cambiaba a amarillo y luego a café y luego a verde otra vez. A veces le acompañaba el ser aferrado a su pata, no se hablaban, no sabían como comunicarse, pero se miraban. Otras veces estaba totalmente solo ante los cielos y montañas. Pero no sólo de montañas se hablaba en sus viajes, a veces atravesaban océanos de inmensos tamaños y por el placer de sentirlo mejor disminuían la altura hasta rozar la superficie y así poder atravesar las incontables gotas que saltaban con los vientos.

A veces notaba lagunas mentales y viajaban por esos sitios, que también eran momentos, con espacios en que sus neuronas dejaban de trabajar o de enviar algún tipo de señal, al regresar, volvía con un puñado de alegría que lo despertaba: —Esto! esto era lo que deseaba! por fin he dejado de trabajar!—. Su existencia variaba tal y como lo hacía su acompañante y cuando volvía a existir se preguntaba si acaso estará llegando al fin de los tiempos.

Poco a poco, empezaba a notar como su cuerpo empezaba a deteriorarse, —a lo mejor lo que se acaba es sólo mi tiempo—se decía a si mismo—. Algunas partes de su cuerpo estaban dejando de aparecerse luego de desaparecer y sus alas se estaban agujereando, entonces el alado ya no era ni tan alado ni tan hormiga pues estaba notando que se estaba empezando a parecer a su acompañante. Seguían viajando tan rápido como de costumbre, las cumbres de las montañas pasaban justo por debajo y ya casi no le quedaban alas para volar. Se asustaba, pero luego se calmaba porque sabía en realidad que no eran sus alas lo que le permitía alcanzar a los tiempos y sobrevolar distancias, era evidente que algo o alguien más estaba llevándolo, no sabía como lo hacía pero no podían ser sus alas; a su lado seguía acompañado por el semiser, regocijándose por su nueva compañía.

Un día, el hormigón dorado dejó de ser hormiga y dejó de ser alado, finalmente se puso tan pequeño como una obrera y tan misterioso como su acompañante. Había logrado por fin volar más rápido que ninguna otra hormiga y se había alejado de la colonia más que ninguna otra, seguirá volando hasta dejar de existir.